martes, 25 de marzo de 2014

Asocia tu musa a la moral filosofía...

Asocia tu musa a la moral filosofía, y canta las virtudes inocentes que hacen al hombre justo y le conducen a eterna bienandanza: se podría decir que esta exhortación de Gaspar Melechor de Jovellanos (Carta de Jovino a sus amigos salmantinos) transmite la visión e impresión que tiene para cualquier lector la literatura del siglo XVIII, la de una literatura didáctica y filosófica poco apta para el más subjetivo de los géneros, el de la poesía. Sin embargo no se puede resumir tan precipitadamente toda la producción lírica diochesca, por muy arraigado que estuviese en las mentes ilustradas el concepto de razón como eje del progreso y la  consiguiente consideración peyorativa que surgió hacia el sentimentalismo. ¿De verdad podrían concluir el patético cíclope de Polifemo y Galatea, la sublime sátira costumbrista y chocarrera de Quevedo, los manifiestos de angustia, pesimismo y disconformidad o el neopopularismo de Lope de Vega en unos textos meramente útiles y reformistas? Torres de Villarroel, Eugenio Gerardo Lobo y el Conde de Torrepalma, los llamados escritores postbarrocos, demuestran que no y escriben textos cuyas características no distan mucho de las de los de sus predecesores culteranos y conceptistas. Hay muchos títulos: Definición de chichisbeo, escrita por obedecer a una dama y El presente siglo recuerdan el tema de las apariencias, la hipocresía femenina y la ambición que tanto inspiraron a los artistas del siglo XVII; Letrillas satíricas (Cadalso) es análoga, tanto en estructura como en tema, a Que pida un galán Minguilla de Góngora; Cuenta los pasos de la vida encuentra complicidad con los tópicos existenciales así como Las ruinas, del Conde de Torrepalma; ambas se lamenta por el paso del tiempo, la primera más por su inevitabilidad (se viene a la mente tras su lectura el verso gongorino de en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada) y la otra por sus efectos, identificando el devenir imparable del tiempo (guiño a Heráclito), de la vida, con la visión de las ruinas de aquellos que un día fueron majestuosos edificios (¡Oh suerte humana, aun a las piedras frías de sus mortalidades contagiosa!), igual que le ocurre a Quevedo en  A Roma entre sus ruinas, Torrepalma se lamenta por la inexistencia de nada firme y duradero, solo el agua, fugitiva y cambiante (y tú, sagrado Tajo, a tus corrientes el fragoso rumor embravecido, acompaña mi voz) , permanece.
A este Posbarroquismo le sigue lo que los críticos llamaron Rococó (Cf. La renovación poética: Rococó y Neoclasicismo), el tipo de poesía que critica Jovellanos en su carta, la que tacha de estéril en su mensaje, considera una pasajera ilusión y a la que propone como alternativa la finalidad poética de la que hemos hablado al principio: útil, racional y reformista.

Alberto Lisa (A la juventud estudiosa de Cádiz) identifica esta aparición ─en el sentido más místico de la palabra─ de la razón en la literatura con el fin de una era de oscuridad (de nieblas coronado tronó el septentrión […], clamó el godo feroz) traída por la invasión bárbara que supuso el fin de la Edad de Oro de la Antigüedad (y su Renacimiento). La literatura  con la que se canta el triunfo del saber, la literatura que promueve Jovellanos en su carta, viene de la mano del dios Apolo (Febo entonces el velo tenebroso rompió a la edad futura), dios del Sol, patrón de las Musas y personificación del equilibrio y la mesura, que Lisa convierte en héroe de su época, en el portador del cetro de oro que para ellos era la razón. ¿Y quiénes son los privilegiados receptores de la luz templada de saber fecunda? La juventud gaditana, el futuro de la ciudad cuna de la primera acción constitucional de la historia España, es a ella a la que Alberto Lisa dice: al templo de la gloria, dulces hijos, audaces caminad, el santo lauro y las rosas de Venus os esperan.
"Allí cuando en los reinos de Anfítrite el  carro ardiente bañe, luz templada, de blando verso y de saber fecunda, les enviaré de mi encendida frente" (El carro de Apolo, Odilon Redon)

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