lunes, 26 de mayo de 2014

De ilusiones y dulce desvarío


El estudiante de Salamanca (1839), de nuevo el Romanticismo español, de nuevo el mito donjuanesco, esta vez de manos de José de Espronceda, extremeño ─por casualidad─ conocido por su Canción del pirata
Dejando a un lado el argumento (recúrrase a Google), esta leyenda poética es recomendable para todo aquel que quiera tener una idea más que general del Romanticismo español, ofrece una excelente recopilación de elementos románticos y de tradición española: la personalidad del protagonista (segundo don Juan Tenorio, alma fiera e insolente, irreligioso y valiente, altanero y reñidor); su acción que, en un principio paralela a la de la obra de Zorrilla,  carece de redención para Don Félix, la rebeldía persiste hasta el último momento; imágenes fantasmagóricas, un aquelarre de espectros y el entierro del propio Don Félix, todas ellas visiones que ya habían sido tratadas en obras españolas anteriores; la diversidad estética reflejada en el uso de la métrica y en las imágenes que suscitan los recursos retóricos (tema interesante para otra ocasión).
Pero dado que el tema a tratar es la ideología y la extensión de la entrada limitada (gajes del oficio del estudiante), centrémonos en la Parte II y en las ideas que nos ofrece partiendo de unas palabras de Federico García Lorca:

Lo que más alto hace subir el espíritu del hombre, lo único que puede encender en él la chispa divina, lleva en sí, inevitable, el germen de la corrupción.

La chispa divina se enciende en Elvira cuando es amada por Don Félix  (al placer de su corazón se abría, como al rayo del sol una rosa temprana) sin ser consciente de que los sentimientos del donjuán eran falsos y sus intenciones envenenadas. Pero ¿acaso reprimió por un momento la doncella  las fuerzas de su sentimiento? No, se entrega al amor de Don Félix sin contemplaciones (del fingido amador que la mentía, la miel falaz que de sus labios mana bebe en su ardiente sed) y esto la hace feliz (al aire, al campo, a las fragantes flores ella añade esplendor, vida y colores), se siente satisfecha y no duda en “perder su inocencia”. Sin embargo, cuando se da cuenta de que sus sentimientos se han frustrado sucumbe a la desesperación y cae en un profundo delirio. Como en un estado catatónico ella está en medio de un paisaje lleno de luna (blanco, brillante, ¿augur de muerte?) y se lamenta de su propio estado, ni si quiera la propia naturaleza la compadece (Esa noche y esa luna las mismas son que miraran indiferentes tu dicha, cual ora ven tu desgracica); e inconscientemente arranca pétalos a las flores: es el vaticinio que Lorca hará unos años después, esos pétalos marchitos que va dejando atrás son los de su ilusión frustrada, su virtud perdida, la misma virtud que dio a luz un día a ese amor feliz y satisfactorio pero que ahora, ya corrompida, la consume.  A pesar de las imágenes de la mujer esquizofrénica que camina riendo y llorando Espronceda envidia el estado de locura en que se encuentra Elvira (Mas ¡ay! dichosa tú, Elvira, en  tu misma desventura […], vale más delirar sin juicio, que el sentimiento cuerdamente analizar, fijo en él el pensamiento).  La diosa del Siglo de las Luces es despreciada y rechazada por Espronceda, solamente tiene la muchacha un momento de lucidez (¡La razón fría! ¡La verdad amarga!) justo antes de morir y tacha el autor de dura carga al poder del raciocinio; con ella al hombro, Elvira acepta la muerte como fin de su sufrimiento, como castigo por su amor apasionado y pedirá perdón a Dios por su pecado, luego en forma de espectro será el espíritu divino que al donjuán y lo conducirá a la muerte unido a ella en matrimonio. Ni siquiera en ese último momento Don Félix cesará en su rebeldía y desvergüenza.

El sentimiento libre de la represión racional y el refugio en el subconsciente, la Elvira que se entrega al amor y la Elvira que, abandonada, lo evoca en su imaginación. Dos elementos del Romanticismo que ven en esta obra su perfecta escenificación.

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