domingo, 18 de mayo de 2014

Marchando, francamente, «por el camino de la senda constitucional»

Empecemos por la Constitución de 1812 ─y más aquí y ahora, dos años después de su Bicentenario tan insistentemente celebrado─ e intentemos conocer y entender el momento histórico en que se escribe esta literatura. En las Cortes de Cádiz, los intelectuales ilustrados fugitivos de la invasión napoleónica se aventuraron a redactar una proclama de libertades y derechos, el más sonante de todos: soberanía nacional. Los diputados (no todos, investíguese a Bernardo Mozos de Rosales) estipularon que el poder habría de estar dividido y que el soberano y su poder ejecutivo, estarían sometidos a las propias Cortes, supuestas representantes de la nación (cf. título IV, capítulo I). El afortunado elegido como debutante no fue otro que Fernando VII, una de las joyas de nuestra Corona borbónica, que nada más ser restituido por Napoleón en el trono (el conquistador francés estaba teniendo ciertas discordancias con los rusos) mandó al garete a La Pepa y a todo lo que tenía que ver con el liberalismo y sus defensores: comenzaba el Sexenio Absolutista (1813-1820). Como era de esperar, recién llegado Fernando a la capital, los responsables de aquel atentado contra los privilegios del Absolutismo fueron enseguida perseguidos y arrestados, y he ahí el tema del congreso que recientemente (6-8 de mayo) se celebró en la Universidad de Cádiz: «La represión absolutista y el exilio».

            Dada la importancia de la ciudad andaluza como germen de proclamas liberales, fueron muchos los gaditanos que tuvieron que huir para evitar ser encarcelados. Salvador Daza Palacios se centró en el comisionado regio de Sanlúcar y prefecto de Jerez, Joaquín María Sotelo. Este jurista nacido en Almería ejerció numerosos cargos (entre ellos su participación como consejero en la ocupación del territorio portugués, ordenada por Carlos IV) que lo colocaban bajo el renombre de patriota (ya sabemos que en esta época todo estaba supeditado a la dicotomía nacionalista/afrancesado). Sin embargo Fernando VII pide en 1813 su destierro y expulsión. Fue tras los sucesos del 2 de mayo de 1808 cuando empezó a ponerse en duda su patriotismo: en 1809 fue consejero de Estado de José I (Pepe Botella, para a quienes les suene más) y después desempeñó los cargos por los que según el conferenciante se le acusaba de desobediente y dañino para la nación. Fue capturado y encerrado en Zaragoza mientras se extendían opiniones muy variadas sobre él. Había varias declaraciones que favorecían a su reputación: el general Palafox lo juzgaba como benevolente en sus cargos en Cádiz y como rápido sometido al reinado del recién llegado monarca, era un consumado y fiel creyente y muchas personas le profesaban su agradecimiento. Sin embargo, un abogado de Sanlúcar insistía en un informe que Sotelo fue un desobediente en sus obligaciones y un instigador de las ideas francesas, otros personajes contribuían a que el prefecto no abandonase la prisión; así su proceso judicial se extendió hasta 1818; del veredicto final, del mismo no tenemos documentos claros (el informe está incompleto), dijo Daza Palacios,  pero sí sabemos que llegó a Sevilla rehabilitado en su puesto y que se libró del destierro que muchos le buscaban por su religiosidad.

Penal de las Cuatro Torres, San Fernando
            Otro gaditano sufridor de las consecuencias 
del regreso del hijo de Carlos IV fue Dioniosio Capaz, natural del Puerto de Santa María y diputado de las Cortes de Cádiz. Fue uno de los que firmó el decreto del 2 de mayo de 1814 por cuyo primer artículo no era reconocido Fernando VII como rey si no juraba la constitución de Cádiz. Su signatura en este documento le valió la detención el 10 de mayo de ese mismo año. Sin embargo no era necesaria una 
prueba tan evidente de contrariedad al monarca para ser detenido en ese momento: las personas con las que mantuvo correspondencia Capaz también fueron encerradas por lo sospechoso de sus declaraciones en las cartas privadas con el diputado gaditano. Hablamos de Joaquín de Frías y José Valera (padre de Juan Valera), entre muchos otros; el primero fue encerrado con Francisco Miranda en el penal de las Cuatro Torres del arsenal de la Carraca en San Fernando y el segundo en el navío de San Pablo. La mayoría de los contactos de Dionisio Capaz eran pequeños personajes muy poco importantes y demuestra la arbitrariedad e injusticia de las acusaciones lo insignificante de las alusiones comprometidas de las cartas que los imputaban, además del carácter totalmente privado de estas. Se trataba de simples referencias a la llegada del rey a Madrid, términos como «cobardes» y «partido servil», declaraciones tipo «las faldas no me dominan, «que la venida del rey no traiga desazón y haya menos revoluciones», «si se retarda la venida y el juramento nos vamos a ver envueltos en males», «son imbéciles, bípedos y nada más» los aduladores del rey o «la soberanía reside en la nación». Los acusados y detenidos no tuvieron posibilidad de demostrar su inocencia.


            De que la represión y persecución de los liberales estaba a la orden del día en los años de Fernando VII también nos da noticia Mª del Carmen García Estrade que abordó el tema desde el campo de lo literario a través de un análisis de «La segunda casaca»,  el tercero de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. En esta conferencia se hizo más hincapié en el papel, totalmente decadente, de la Inquisición en el siglo XIX: la madre de uno de los personajes (Monsalud, de tendencia liberal) es arrestada y torturada; su único delito: tener lazos de sangre con un contrario al régimen. Paralelamente, Pipaón, absolutista por interés decide cambiar la casaca ante la evidente decrepitud del reinado de Fernando VII (pronunciamientos militares aparecen en la obra) y es conducido a los calabozos de la Inquisición, no pudiendo controlar su horror ante lo infernal de las imágenes. Pero el suyo es un terror fruto del miedo pues ya no hay instrumentos de tortura en los calabozos, han sido deshechos para hacer juguetes: los vestigios de la dura Inquisición ahora entretienen a niños pequeños. De todas formas el autor no se posiciona inflexiblemente en lo que a la represión respecta pues da la misma visión apocalíptica de las multitudes proclamando libertad que, en el furor de sus protestas arrastran a un pobre viejo. Además, el absolutista consumado, Baraona, también será torturado cuando triunfe el liberalismo: el pueblo español que nos pinta Benito Pérez Galdós se comporta como una multitud sin bandera, maltrata igualmente un bando que otro, algo perfectamente observable en todos los conflictos bélicos de la Historia Universal. García Estrade destacó de la obra de Galdós su amenidad y fluida lectura que facilitan la adquisición de la cantidad de datos (obtenidos de las memoria de un anciano en los tiempos de Alcalá Galiano) y matices sobre el momento histórico, momento destacado por la infidelidad de un «deseado» que aunque no tardó en ser destituido (pronunciamiento de Riego: Trienio Liberal), contó con el apoyo de los absolutistas europeos (Santa Alianza) para restaurar su régimen durante 10 años más.

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